miércoles, 24 de agosto de 2011

GABRIELA CONDE

Con nosotros dentro
Fragmento de Novela











Cumplí siete años cuando llevaron a mamá al cuarto de los rezos.
Antes fue su estudio; lo acondicionaron como cuarto de hospital: una cama grande y dos sillones, aparatos médicos que nos parecían astronómicos y, en el centro, una mesa que servía de altar, llena de imágenes, flores y cirios. Carolina y yo le pusimos cuarto de los rezos. Mamá se mudó ahí desde que empezó a enfermarse. Tenía un ventanal cubierto por una cortina. Había una enfermera. Nunca supimos su nombre; era seria, nos miraba entrecerrando los ojos para escudriñarnos. Alguna vez nos reclamó por jugar en lugar de cuidar a mamá. Vayan a ver a su madre. Entrabamos y mamá fingía cansancio, descomponía la cara, sacaba la lengua, le pedía a la enfermera llévate a los niños; entonces salíamos a jugar sin reproches.
La enfermera no platicaba con mamá, cobraba por cambiar el cubo donde escupía.
El cuarto era tétrico por las noches con las velas y las imágenes que traían las señoras de los rosarios. Rezábamos para que mamá sanara. Una era la cabeza de Jesús con la corona de espinas, de mejillas casi negras, en una caja de cristal como la que le hicieron los enanos a Blanca Nieves. Obligados por papá rezábamos hincados alrededor de la cama. Mamá bella entre esas luces temblorosas sonreía cada vez que decíamos te rogamos por ella.
Algunas veces la mirada de mamá y la mía se encontraron, ella me guiñaba un ojo, yo le devolvía el gesto y después me concentraba en las bolas del rosario; si perdía la cuenta decía un Dios te salve en lugar de un Gloria al Padre y al Hijo. Si me distraía, Mateo empezaba de payaso. Era suficiente un mínimo guiño para disparar las ganas de reír, a pesar de la seriedad que le poníamos al asunto, a pesar del miedo. Entonces decía no nos dejes caer en un tazón y empezaba la cadena de risas; Caro hacía gestos para aguantarse y Mateo inflaba los cachetes y le saltaban los ojos. Las señoras de los rezos nos corrían. Teníamos miedo de los regaños y también Temor de Dios, ése que nos enseñaron las monjas en la escuela; qué pena que Jesús creyera que reíamos porque alguno de nosotros dijo que con una manzana en la boca sería igual a los puercos navideños de las caricaturas, así con los ojos salidos por culpa de la corona; pero con todo, escondidos en la sala de tele, no parábamos de reír hasta que nos dolía el estómago.
Para nosotros la enfermedad de mamá fue evidente desde antes del cuarto de los rezos, notamos algo raro cuando volvió de un viaje que hicieron a Estados Unidos. Llegó más flaca y sin cabello.
La vimos bajar del auto con una tela que le envolvía la cabeza, me pareció la mujer más fea. Ese domingo salimos al jardín a cenar brochetas. De repente, ella se hizo la muerta. Su cabeza se fue de lado, se quedó como dormida. Estábamos tomando nuestras malteadas y de pronto, se cayó de la silla. Papá se asustó mucho, pero al instante ella se levantó, se reacomodó el turbante y dijo que jugaba. Besó a papá, cálmate, cálmate, no es nada, luego comenzó a reírse. Nos metimos a la casa. Cuando subíamos la escalera, ella se detuvo en un escalón y descompuso la cara, sacó la lengua. Se tiró en el mármol. Me morí, dijo, cárguenme, después otra vez el estallido de risas. Papá la cargó. Fue la última vez que salimos los cinco a cenar al jardín.
Después se volvió recurrente el juego de mamá, nosotros no sabíamos si de veras estaba comenzando a enfermarse, o todo era una enorme broma bien ejecutada.
Una noche mamá entró a mi cuarto y se acostó conmigo. Lloraba. Me abrazó; me sentí impotente porque mis brazos no podían abarcarla. Repetía, es un juego, es un juego, no me muero de veras.

Cuando trasladaron a mamá al cuarto de los rezos, mis hermanos y yo estábamos sorprendidos con la cantidad de cosas que llevaron, pensé: si esto es una pantomima estamos llevándola muy lejos. Ese cuarto solía ser el más iluminado, Mamá le llamaba estudio. Sólo tenía tres paredes, la cuarta era una enorme ventana que daba al jardín. Papá también se mudó al cuarto de los rezos, pero no del todo. Sus cosas seguían en el principal. Dormía en un sillón a los pies de la cama. Al principio seguía yendo a trabajar, hacía algunos viajes de negocios; pero poco a poco se fue quedando con mamá y terminó sin salir, sólo para lo más indispensable.
Los últimos días papá también nos daba miedo, era un zombie que nos esquivaba. Encerrado en la biblioteca o con mamá en el cuarto de los rezos. Una tarde que Mateo y yo jugábamos escondidillas lo oímos hablar por teléfono con su socio de la exportadora, maldijo todo el tiempo. Colgó, se sentó y encogido con las manos en la frente, murmuró algo. Fue la última vez que habló por teléfono, en adelante, las sirvientas o quien quiera que contestara tenía que decir que no estaba, que había salido de viaje, que le llamaran después, que le dejaran recado.
Ya dije que mamá estaba calva. Los últimos días rezar en ese cuarto era insoportable, entre la cabeza de Jesús, la cubeta de escupitajos, los cirios, el olor a alcohol, los cánticos agudos de las señoras y la calva de mamá. Ni siquiera podíamos mirarla, adelgazó tanto que su cabeza era enorme comparada con el resto del cuerpo y así con el turbante y brillosa por efecto de las quimioterapias mamá parecía un cerillo encendido. Nos concentrábamos, cerrábamos los ojos, rezábamos sin equivocaciones; pero de pronto, a mamá le entraba un ataque de tos y se reclinaba a escupir sangre en la cubeta. Tosía con fuerza, se le movía el turbante, las señoras inmutables y nosotros tres pensando, mamá es un cerillo, casi llorando por aguantar la risa, con las bocas tapadas y el cuerpo retorciéndose. Salíamos corriendo para reírnos a todo volumen.
Un día Mateo robó el turbante. Mamá se lo ponía a la hora del rosario y cuando llegaban visitas, el resto del tiempo estaba en el altar. Carolina y yo entramos al cuarto de los rezos para estar un rato con ella, le contamos cosas de la escuela. Mateo iba y venía caminando en círculos. Mamá sacó la lengua y nos dijo que dormiría un poco. Nos salimos. Fuimos a la sala de tele, al rato apareció Mateo con el turbante puesto. Era para morirse de risa. Bailaba como árabe, de perfil, con un brazo arriba y otro abajo, movía la cadera. Su intención era hacernos reír todo lo posible para que en la noche no tuviéramos ganas. En eso entró papá. Le arrebató el turbante. Salió de la casa. Lo vimos hacerse chiquito, desaparecía entre los árboles del jardín con el pedazo de tela entre las manos.
Salí a buscarlo, lo encontré sentado junto al aguacate.
--¿Es cierto, papá? ¿Ella se muere de veras?
No me contestó. Me miró con un gesto ajeno, como si alguien más se lo hubiera puesto en el rostro. Extrañé al papá de antes; supe que éste era igual a nosotros, un niño asustado.
—Ya quiero que todo acabe —dije.
Se quedó en el árbol con el turbante en las manos.
Esa noche, le pedí a la cabeza de Jesús que eso terminara pronto.

Madre es una palabra espesa. Mamá siempre se enojó cuando la llamábamos así, ni que fuera una extraña, respondía. Madre, imágenes diversas tratando de llenarla. Madre y aparece con el cabello suelto, baja por la escalera, sonríe con sus ojos grandes, mamá hermosa; Madre, me hace caballito en una de sus piernas, mamá placer; Madre y bebe de un vaso con sombrillita, abraza a papá y nosotros tres brincamos y corremos alrededor, mamá feliz; Madre y pelea con los papás de otra niña que me tiró en el patio, mamá defensa; Madre, regaña a las sirvientas porque no colocaron los cubiertos de la forma que les dijo, mamá intransigente; Madre, conversa con sus amigas, ríe y cuchichea, mamá chismosa; Madre y avienta a Mateo a la cama porque él es un bebé y la ha mordido mientras ella lo alimentaba, mamá enojona; Madre y pone cara de mártir cada vez que no hacemos lo que nos pide, llora en los rincones con el suficiente volumen para oírla, mamá chantajes; madre y nos forma a los tres por estaturas junto a la pared, deja una marca por cada cabeza y luego suspira, mamá vieja; Madre, cuestiona a papá por teléfono, dice muchos viajes, mucho tiempo, mamá celosa; Madre y la veo recostada en la cama conteniéndose para no toser cada cuatro minutos, mamá enferma; madre y sonríe modesta en medio de los rezos, cuenta el número de tarjetas de recuperación que le llegan, los arreglos de flores, las llamadas, las visitas, mamá ególatra; Madre, saca la lengua y se tira al piso, mamá loca; Madre, brillante con la cabeza rapada escupe a cada rato espuma amarilla y roja, mamá cochina; Madre, dice, no me voy a morir, no me voy a morir, mamá mentirosa.







Rehabilitación




La tele proyectaba un programa para amas de casa. Lleno de bromas baratas y chismes sobre artistas. De vez en cuando alguno de los conductores se caía al suelo fingiendo un tropiezo o descuidadamente vertía salsa bechamel sobre la blusa de la bella conductora mientras cocinaban. Apagué el aparato. Me di cuenta que los calcetines no estaban en su sitio cuando quise levantarme de la cama y comenzar a vestirme. Lo primero que pensé fue que la casera había metido sus narices en mi cuarto, las mujeres son la rabia. Lo leí en algún lado, los peores males son femeninos: locura, histeria, pobreza; por ello en el pasado los huracanes tenían nombre de mujer, aunque ahora con la liberación femenina también los nominan en masculino, un placebo para que ellas no salgan a las calles a manifestarse por tonterías como ésas; se indignan con tan poco.
Llamé a la casera y me dijo que ella no se había asomado en días, pero ahí constaba el cajón vacío riéndose de mí como un mal chiste. Busqué en la lavadora, en el bote de ropa sucia y en el resto del departamento sin éxito. Los muebles estaban en su lugar aunque yo tenía la sensación de que alguien, antes que yo, había estado allí moviendo las cosas. No es que sea obsesivo, cualquiera nota cuando las cortinas dobladas con la delicadeza de un origami se han corrido más de dos centímetros y su caída roza el tapete.
La topé por primera vez cuando regresaba al cuarto. No la vi bien, era una delgada y pequeña silueta que corría cargando un carrete de hilo que en sus manos me pareció la rueda de una motocicleta. Fui tras ella, pero la perdí de vista al llegar al estudio. Sabía que por ahí andaba porque escuchaba sonidos extraños: tosiditos o risitas desde atrás de los anaqueles. Moví sillones, libros, cortinas; un montón de alfileres detrás de un librero fue lo único que hallé (dolorosamente para mi índice derecho).
Un rato después apareció de nuevo. Caminaba despacio por el pasillo, arrastraba unas tijeras. Era una mujer pequeña y hermosa, como una mínima fugitiva de un desfile de modas, una mini modelo con las carnes bien puestas en todos los lugares correctos. No pude seguirla, su repentina visión me dejó inmóvil. Después ella se perdió tras una maceta.
Aunque la observé por unos segundos, no me costó casi nada pensar que su cara me recordaba la de alguna mujer de mi pasado, quizá los ojos, las cejas; deduje que eso sólo podía ser alguna mezquina venganza. Tiempo después alguna de ésas perras había vuelto para lastimarme. Pero cómo habría podido ella meterse a mi departamento, tal vez con ayuda de la casera, me dije, claro, entraron por la madrugada, me pusieron alguna droga alucinógena en la leche y después robaron mis calcetines. Infames. Minutos después reaccioné y decidí darme un baño con toda la intención de relajarme.
Había intentado encontrar alguna distracción bajo el agua, inútilmente; cuando fracaso en misiones para dominar mis paranoias la depresión me come a bocados y me hace pensar en el suicidio. A punto de tomarme el shampoo (que pensé sería un buen antídoto contra lo que sea que me hubieran puesto en la leche ese par de brujas), la vi otra vez a través de la cortina de la ducha.
Ya dije, era hermosa.
Ahora tomaba el par de calcetines sucios que me acababa de quitar, los desenrollaba, los olía y tras una mueca se los echaba en la espalda. Llevaba un bikini que mostraba sus pequeñas pero grandiosas curvas, unas gafas y unos huaraches. Salí de la regadera con cuidado y la seguí sin que lo notara.
La mujercita se metió detrás de un mueble en el bar. Moví el mueble y encontré un hoyo de quince centímetros en la pared. Desconcertado me asomé (no sin antes pegarme contra mis propias rodillas, impericia normal causada por el aturdimiento que me producía no conseguir explicarme cómo semejante beldad vivía bajo mi techo), lo que mis ojos presenciaron fue terrible y extraordinario al mismo tiempo: había mesas, sillas y varias camitas; decenas de mujeres como ella cortaban y cosían ropa con la tela de mis calcetines; mujeres preciosas, algunas negras, otras rubias o morenas; todas semidesnudas, con trajes de baño, bikinis y en topless en los mejores casos.
La ladrona me descubrió porque mis bufidos eran altísimos, me señaló con el pequeño dedo y todas las demás gritaron asustadas. Segundos después, tras la confusión inicial, ellas sonrieron, comenzaron a dar saltos, a aplaudir y a modelarme cada una de las prendas que confeccionaban: caminaban hacia a mí y luego me daban la espalda calentándome con sus meneos. Se vestían y se desvestían, jugaban y se tocaban entre ellas, se subían unas a otras los cierres de los vestidos hechos con la tela de rombos de mis calcetines favoritos.
De pronto la ladrona reunió a las demás, hicieron un conclave y tras unos cuchicheos agudos, excitadas comenzaron a llamarme con sus manos y después a pequeños gritos. Despegué mi cara. No entendía lo qué sucedía. Volví a asomarme, las chicas seguían ahí, invitándome a entrar. Yo temblaba. Quise meter las manos y alcanzarlas, pero fue imposible.
Sudaba. Me levanté y fui a la cochera por mis herramientas, pala, martillo, cincel, agua y yeso. Regresé al hoyo y me asomé, las mujeres ahora tomaban en copas bebidas de colores y bailaban al ritmo de una canción que no conocía. Me descubrieron y volvieron a llamarme.
Con torpeza, mezclé el yeso y tapé el hueco.
No es necesario ser vidente para profetizar mi futuro. Viviré acechado por esas ladroncitas.
Pero yo soy más listo, desde aquel día las espero.
Mudé mi cama junto al bar para estar alerta. Últimamente escuchó ruidos por las noches, mensajes cifrados sobre su obvia proximidad que me permiten tomar precauciones del mismo modo en que ciertos alcohólicos rehabilitándose prefieren no salir a la calle (las mujeres son perversas y sé que éstas encontraran la forma de salir de la pared, yo las estimulo con calcetines nuevos) por eso duermo con un martillo al lado, la próxima vez seré contundente, no es que sea un obsesivo pero ya se los dije: las mujeres todo lo arruinan.





Gabriela Conde. (Tlaxcala, 1979.) Narradora. Publicó, en 2004, el libro de relatos “Espejo sobre la Tierra”. Ha sido becaria en la categoría de Jóvenes Creadores del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Tlaxcala (FOECAT) en el 2004 y 2007, en jóvenes creadores del Fondo Nacional para las Culturas y las Artes (FONCA) en el 2005–2006, del Programa de Becas y Formación de Jóvenes Escritores de la sexta generación en la Fundación para las Letras Mexicanas en el 2008-2009 y en la categoría de Investigación para las Artes del FOECAT para 2011. Textos suyos han aparecido en diversos diarios y revistas nacionales e internacionales, y en antologías como “El nuevo Cuento Mexicano” editado en Colombia en el 2010 por Castor y Polux Ediciones y “El cuerpo Remendado”, en 2011, editado por Disculpe Las Molestias Ediciones.

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