miércoles, 24 de agosto de 2011

GABRIELA CONDE

Con nosotros dentro
Fragmento de Novela











Cumplí siete años cuando llevaron a mamá al cuarto de los rezos.
Antes fue su estudio; lo acondicionaron como cuarto de hospital: una cama grande y dos sillones, aparatos médicos que nos parecían astronómicos y, en el centro, una mesa que servía de altar, llena de imágenes, flores y cirios. Carolina y yo le pusimos cuarto de los rezos. Mamá se mudó ahí desde que empezó a enfermarse. Tenía un ventanal cubierto por una cortina. Había una enfermera. Nunca supimos su nombre; era seria, nos miraba entrecerrando los ojos para escudriñarnos. Alguna vez nos reclamó por jugar en lugar de cuidar a mamá. Vayan a ver a su madre. Entrabamos y mamá fingía cansancio, descomponía la cara, sacaba la lengua, le pedía a la enfermera llévate a los niños; entonces salíamos a jugar sin reproches.
La enfermera no platicaba con mamá, cobraba por cambiar el cubo donde escupía.
El cuarto era tétrico por las noches con las velas y las imágenes que traían las señoras de los rosarios. Rezábamos para que mamá sanara. Una era la cabeza de Jesús con la corona de espinas, de mejillas casi negras, en una caja de cristal como la que le hicieron los enanos a Blanca Nieves. Obligados por papá rezábamos hincados alrededor de la cama. Mamá bella entre esas luces temblorosas sonreía cada vez que decíamos te rogamos por ella.
Algunas veces la mirada de mamá y la mía se encontraron, ella me guiñaba un ojo, yo le devolvía el gesto y después me concentraba en las bolas del rosario; si perdía la cuenta decía un Dios te salve en lugar de un Gloria al Padre y al Hijo. Si me distraía, Mateo empezaba de payaso. Era suficiente un mínimo guiño para disparar las ganas de reír, a pesar de la seriedad que le poníamos al asunto, a pesar del miedo. Entonces decía no nos dejes caer en un tazón y empezaba la cadena de risas; Caro hacía gestos para aguantarse y Mateo inflaba los cachetes y le saltaban los ojos. Las señoras de los rezos nos corrían. Teníamos miedo de los regaños y también Temor de Dios, ése que nos enseñaron las monjas en la escuela; qué pena que Jesús creyera que reíamos porque alguno de nosotros dijo que con una manzana en la boca sería igual a los puercos navideños de las caricaturas, así con los ojos salidos por culpa de la corona; pero con todo, escondidos en la sala de tele, no parábamos de reír hasta que nos dolía el estómago.
Para nosotros la enfermedad de mamá fue evidente desde antes del cuarto de los rezos, notamos algo raro cuando volvió de un viaje que hicieron a Estados Unidos. Llegó más flaca y sin cabello.
La vimos bajar del auto con una tela que le envolvía la cabeza, me pareció la mujer más fea. Ese domingo salimos al jardín a cenar brochetas. De repente, ella se hizo la muerta. Su cabeza se fue de lado, se quedó como dormida. Estábamos tomando nuestras malteadas y de pronto, se cayó de la silla. Papá se asustó mucho, pero al instante ella se levantó, se reacomodó el turbante y dijo que jugaba. Besó a papá, cálmate, cálmate, no es nada, luego comenzó a reírse. Nos metimos a la casa. Cuando subíamos la escalera, ella se detuvo en un escalón y descompuso la cara, sacó la lengua. Se tiró en el mármol. Me morí, dijo, cárguenme, después otra vez el estallido de risas. Papá la cargó. Fue la última vez que salimos los cinco a cenar al jardín.
Después se volvió recurrente el juego de mamá, nosotros no sabíamos si de veras estaba comenzando a enfermarse, o todo era una enorme broma bien ejecutada.
Una noche mamá entró a mi cuarto y se acostó conmigo. Lloraba. Me abrazó; me sentí impotente porque mis brazos no podían abarcarla. Repetía, es un juego, es un juego, no me muero de veras.

Cuando trasladaron a mamá al cuarto de los rezos, mis hermanos y yo estábamos sorprendidos con la cantidad de cosas que llevaron, pensé: si esto es una pantomima estamos llevándola muy lejos. Ese cuarto solía ser el más iluminado, Mamá le llamaba estudio. Sólo tenía tres paredes, la cuarta era una enorme ventana que daba al jardín. Papá también se mudó al cuarto de los rezos, pero no del todo. Sus cosas seguían en el principal. Dormía en un sillón a los pies de la cama. Al principio seguía yendo a trabajar, hacía algunos viajes de negocios; pero poco a poco se fue quedando con mamá y terminó sin salir, sólo para lo más indispensable.
Los últimos días papá también nos daba miedo, era un zombie que nos esquivaba. Encerrado en la biblioteca o con mamá en el cuarto de los rezos. Una tarde que Mateo y yo jugábamos escondidillas lo oímos hablar por teléfono con su socio de la exportadora, maldijo todo el tiempo. Colgó, se sentó y encogido con las manos en la frente, murmuró algo. Fue la última vez que habló por teléfono, en adelante, las sirvientas o quien quiera que contestara tenía que decir que no estaba, que había salido de viaje, que le llamaran después, que le dejaran recado.
Ya dije que mamá estaba calva. Los últimos días rezar en ese cuarto era insoportable, entre la cabeza de Jesús, la cubeta de escupitajos, los cirios, el olor a alcohol, los cánticos agudos de las señoras y la calva de mamá. Ni siquiera podíamos mirarla, adelgazó tanto que su cabeza era enorme comparada con el resto del cuerpo y así con el turbante y brillosa por efecto de las quimioterapias mamá parecía un cerillo encendido. Nos concentrábamos, cerrábamos los ojos, rezábamos sin equivocaciones; pero de pronto, a mamá le entraba un ataque de tos y se reclinaba a escupir sangre en la cubeta. Tosía con fuerza, se le movía el turbante, las señoras inmutables y nosotros tres pensando, mamá es un cerillo, casi llorando por aguantar la risa, con las bocas tapadas y el cuerpo retorciéndose. Salíamos corriendo para reírnos a todo volumen.
Un día Mateo robó el turbante. Mamá se lo ponía a la hora del rosario y cuando llegaban visitas, el resto del tiempo estaba en el altar. Carolina y yo entramos al cuarto de los rezos para estar un rato con ella, le contamos cosas de la escuela. Mateo iba y venía caminando en círculos. Mamá sacó la lengua y nos dijo que dormiría un poco. Nos salimos. Fuimos a la sala de tele, al rato apareció Mateo con el turbante puesto. Era para morirse de risa. Bailaba como árabe, de perfil, con un brazo arriba y otro abajo, movía la cadera. Su intención era hacernos reír todo lo posible para que en la noche no tuviéramos ganas. En eso entró papá. Le arrebató el turbante. Salió de la casa. Lo vimos hacerse chiquito, desaparecía entre los árboles del jardín con el pedazo de tela entre las manos.
Salí a buscarlo, lo encontré sentado junto al aguacate.
--¿Es cierto, papá? ¿Ella se muere de veras?
No me contestó. Me miró con un gesto ajeno, como si alguien más se lo hubiera puesto en el rostro. Extrañé al papá de antes; supe que éste era igual a nosotros, un niño asustado.
—Ya quiero que todo acabe —dije.
Se quedó en el árbol con el turbante en las manos.
Esa noche, le pedí a la cabeza de Jesús que eso terminara pronto.

Madre es una palabra espesa. Mamá siempre se enojó cuando la llamábamos así, ni que fuera una extraña, respondía. Madre, imágenes diversas tratando de llenarla. Madre y aparece con el cabello suelto, baja por la escalera, sonríe con sus ojos grandes, mamá hermosa; Madre, me hace caballito en una de sus piernas, mamá placer; Madre y bebe de un vaso con sombrillita, abraza a papá y nosotros tres brincamos y corremos alrededor, mamá feliz; Madre y pelea con los papás de otra niña que me tiró en el patio, mamá defensa; Madre, regaña a las sirvientas porque no colocaron los cubiertos de la forma que les dijo, mamá intransigente; Madre, conversa con sus amigas, ríe y cuchichea, mamá chismosa; Madre y avienta a Mateo a la cama porque él es un bebé y la ha mordido mientras ella lo alimentaba, mamá enojona; Madre y pone cara de mártir cada vez que no hacemos lo que nos pide, llora en los rincones con el suficiente volumen para oírla, mamá chantajes; madre y nos forma a los tres por estaturas junto a la pared, deja una marca por cada cabeza y luego suspira, mamá vieja; Madre, cuestiona a papá por teléfono, dice muchos viajes, mucho tiempo, mamá celosa; Madre y la veo recostada en la cama conteniéndose para no toser cada cuatro minutos, mamá enferma; madre y sonríe modesta en medio de los rezos, cuenta el número de tarjetas de recuperación que le llegan, los arreglos de flores, las llamadas, las visitas, mamá ególatra; Madre, saca la lengua y se tira al piso, mamá loca; Madre, brillante con la cabeza rapada escupe a cada rato espuma amarilla y roja, mamá cochina; Madre, dice, no me voy a morir, no me voy a morir, mamá mentirosa.







Rehabilitación




La tele proyectaba un programa para amas de casa. Lleno de bromas baratas y chismes sobre artistas. De vez en cuando alguno de los conductores se caía al suelo fingiendo un tropiezo o descuidadamente vertía salsa bechamel sobre la blusa de la bella conductora mientras cocinaban. Apagué el aparato. Me di cuenta que los calcetines no estaban en su sitio cuando quise levantarme de la cama y comenzar a vestirme. Lo primero que pensé fue que la casera había metido sus narices en mi cuarto, las mujeres son la rabia. Lo leí en algún lado, los peores males son femeninos: locura, histeria, pobreza; por ello en el pasado los huracanes tenían nombre de mujer, aunque ahora con la liberación femenina también los nominan en masculino, un placebo para que ellas no salgan a las calles a manifestarse por tonterías como ésas; se indignan con tan poco.
Llamé a la casera y me dijo que ella no se había asomado en días, pero ahí constaba el cajón vacío riéndose de mí como un mal chiste. Busqué en la lavadora, en el bote de ropa sucia y en el resto del departamento sin éxito. Los muebles estaban en su lugar aunque yo tenía la sensación de que alguien, antes que yo, había estado allí moviendo las cosas. No es que sea obsesivo, cualquiera nota cuando las cortinas dobladas con la delicadeza de un origami se han corrido más de dos centímetros y su caída roza el tapete.
La topé por primera vez cuando regresaba al cuarto. No la vi bien, era una delgada y pequeña silueta que corría cargando un carrete de hilo que en sus manos me pareció la rueda de una motocicleta. Fui tras ella, pero la perdí de vista al llegar al estudio. Sabía que por ahí andaba porque escuchaba sonidos extraños: tosiditos o risitas desde atrás de los anaqueles. Moví sillones, libros, cortinas; un montón de alfileres detrás de un librero fue lo único que hallé (dolorosamente para mi índice derecho).
Un rato después apareció de nuevo. Caminaba despacio por el pasillo, arrastraba unas tijeras. Era una mujer pequeña y hermosa, como una mínima fugitiva de un desfile de modas, una mini modelo con las carnes bien puestas en todos los lugares correctos. No pude seguirla, su repentina visión me dejó inmóvil. Después ella se perdió tras una maceta.
Aunque la observé por unos segundos, no me costó casi nada pensar que su cara me recordaba la de alguna mujer de mi pasado, quizá los ojos, las cejas; deduje que eso sólo podía ser alguna mezquina venganza. Tiempo después alguna de ésas perras había vuelto para lastimarme. Pero cómo habría podido ella meterse a mi departamento, tal vez con ayuda de la casera, me dije, claro, entraron por la madrugada, me pusieron alguna droga alucinógena en la leche y después robaron mis calcetines. Infames. Minutos después reaccioné y decidí darme un baño con toda la intención de relajarme.
Había intentado encontrar alguna distracción bajo el agua, inútilmente; cuando fracaso en misiones para dominar mis paranoias la depresión me come a bocados y me hace pensar en el suicidio. A punto de tomarme el shampoo (que pensé sería un buen antídoto contra lo que sea que me hubieran puesto en la leche ese par de brujas), la vi otra vez a través de la cortina de la ducha.
Ya dije, era hermosa.
Ahora tomaba el par de calcetines sucios que me acababa de quitar, los desenrollaba, los olía y tras una mueca se los echaba en la espalda. Llevaba un bikini que mostraba sus pequeñas pero grandiosas curvas, unas gafas y unos huaraches. Salí de la regadera con cuidado y la seguí sin que lo notara.
La mujercita se metió detrás de un mueble en el bar. Moví el mueble y encontré un hoyo de quince centímetros en la pared. Desconcertado me asomé (no sin antes pegarme contra mis propias rodillas, impericia normal causada por el aturdimiento que me producía no conseguir explicarme cómo semejante beldad vivía bajo mi techo), lo que mis ojos presenciaron fue terrible y extraordinario al mismo tiempo: había mesas, sillas y varias camitas; decenas de mujeres como ella cortaban y cosían ropa con la tela de mis calcetines; mujeres preciosas, algunas negras, otras rubias o morenas; todas semidesnudas, con trajes de baño, bikinis y en topless en los mejores casos.
La ladrona me descubrió porque mis bufidos eran altísimos, me señaló con el pequeño dedo y todas las demás gritaron asustadas. Segundos después, tras la confusión inicial, ellas sonrieron, comenzaron a dar saltos, a aplaudir y a modelarme cada una de las prendas que confeccionaban: caminaban hacia a mí y luego me daban la espalda calentándome con sus meneos. Se vestían y se desvestían, jugaban y se tocaban entre ellas, se subían unas a otras los cierres de los vestidos hechos con la tela de rombos de mis calcetines favoritos.
De pronto la ladrona reunió a las demás, hicieron un conclave y tras unos cuchicheos agudos, excitadas comenzaron a llamarme con sus manos y después a pequeños gritos. Despegué mi cara. No entendía lo qué sucedía. Volví a asomarme, las chicas seguían ahí, invitándome a entrar. Yo temblaba. Quise meter las manos y alcanzarlas, pero fue imposible.
Sudaba. Me levanté y fui a la cochera por mis herramientas, pala, martillo, cincel, agua y yeso. Regresé al hoyo y me asomé, las mujeres ahora tomaban en copas bebidas de colores y bailaban al ritmo de una canción que no conocía. Me descubrieron y volvieron a llamarme.
Con torpeza, mezclé el yeso y tapé el hueco.
No es necesario ser vidente para profetizar mi futuro. Viviré acechado por esas ladroncitas.
Pero yo soy más listo, desde aquel día las espero.
Mudé mi cama junto al bar para estar alerta. Últimamente escuchó ruidos por las noches, mensajes cifrados sobre su obvia proximidad que me permiten tomar precauciones del mismo modo en que ciertos alcohólicos rehabilitándose prefieren no salir a la calle (las mujeres son perversas y sé que éstas encontraran la forma de salir de la pared, yo las estimulo con calcetines nuevos) por eso duermo con un martillo al lado, la próxima vez seré contundente, no es que sea un obsesivo pero ya se los dije: las mujeres todo lo arruinan.





Gabriela Conde. (Tlaxcala, 1979.) Narradora. Publicó, en 2004, el libro de relatos “Espejo sobre la Tierra”. Ha sido becaria en la categoría de Jóvenes Creadores del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Tlaxcala (FOECAT) en el 2004 y 2007, en jóvenes creadores del Fondo Nacional para las Culturas y las Artes (FONCA) en el 2005–2006, del Programa de Becas y Formación de Jóvenes Escritores de la sexta generación en la Fundación para las Letras Mexicanas en el 2008-2009 y en la categoría de Investigación para las Artes del FOECAT para 2011. Textos suyos han aparecido en diversos diarios y revistas nacionales e internacionales, y en antologías como “El nuevo Cuento Mexicano” editado en Colombia en el 2010 por Castor y Polux Ediciones y “El cuerpo Remendado”, en 2011, editado por Disculpe Las Molestias Ediciones.

martes, 7 de julio de 2009

JAIR CORTÉS

CAZA DE FAMILIA

Jair Cortés

Otra vez esta casa vacía
que es mi cuerpo
a donde no has de volver.
Blanca Varela

Buche, granada, sal, te pedí que vinieras,
te lo pedí. Y no me oíste. De eso te acuso;
por ello me juzgas...
Jaime Reyes



*
TODO empieza con el padre:
irradian su luz
los labios del que lo nombra.
Las habitaciones existen porque él las ocupa. Según los rasgos de su rostro la mesa se dispone. En la ventana su vaho empaña los cristales. Su vista penetra la tiniebla con una lanza de claridad, a pesar de su mano casi piedra, que golpea con amor e infinita violencia
el cuerpo entumecido de los hijos.







*
LOS NOMBRES vienen, parvada,
oscurecen la tarde, gris.

Antes de esto
sólo dibujos:
marchitas hojas, estrellas mancas, rayones en las paredes (en las cavernas o edificios), en el autobús solitario de la noche,
garabatos queriendo decir algo sin poder decirlo, negándose a ilustrar con certeras grafías un discurso inteligible en el que figuren nuestros pesares.

Desde la sombra,
teje su red la soledad, perfecta,
alrededor de ese Alguien cuya biografía es Algo.
El Nombre
faro de luz negra
el Nombre.



*
TODAS LAS PALABRAS que en mí corazón resuenan
hoy se rompen
y hacen de su caída la más silenciosa de las caídas
paredes que en un sueño sordo se desploman.

Todas las palabras dichas,
hoy nos dicen:
la bondad de Dios
la hicimos nosotros,
¿qué haremos con esa bondad?

El viento del destino sopla lobo atroz
y el techo se viene abajo
miedo que de su misterio se despoja.


*

CAYÓ EL ANTIFAZ de la Historia:
La Historia no tenía cara.
Mataron ayer al hombre que cambiaría la casa desde los cimientos.

La casa ahora es la cáscara de esa historia.


*
SIN EL SOL también se vive. He vuelto a mi íntimo encierro. Mi hermana la tapia y mi hermano el espejo discuten su porción de penumbra, su secreto tesoro. En un juego de cartas deciden apostar lo que ya está perdido. Consagro la suma de mis pertenencias al lecho vacío.

Otra vez la vigilia.

-¿Quién se desvela en la calle solitaria? -
Debo preguntar otra vez
y fingir
que en medio del insomnio
he hallado la respuesta.


*
YO TAMBIÉN, me dije, yo también puedo ser los otros,
redondear la o y fingir asombro al mirar los puertos;
puedo pensar, en la punta de la barca, mientras platico
y puedo ir más allá, en donde la luz naufraga.

Yo también, me dije,
yo también puedo ser otro
y no este animal sin iglesia ni rosario.




*
¿TODO empieza con el padre?
y la música ¿en dónde empieza?

El agua del río toca para mí,
improvisa hojas y espuma entre las piedras.


*
HUBO UN TIEMPO en que la apariencia era lo sagrado de las cosas. Por eso nos hicimos daño. Lanza en mano, nos buscamos. De caza en casa.
Mi corazón, fruto agrio por aquellos días, solo, en el gemido de la tiniebla.

Hubo un tiempo, érase una vez la palabra:
la mujer que leía las líneas en la palma de la mano
cambió su rostro por el del agua
mientras veíamos nuestras caras,
piedras que sin remedio
con la corriente del río se separan .


*
TE SUEÑO desde tu muerte
en una mala noticia que mi hermano me otorga.

Tu hora y la mía
son relojes gemelos.

Camino y lloro,
he aquí estas dos verdades,
lo demás,
lo que sobra,
es un soplido
una lágrima devuelta
a su inabarcable mar de tristeza.


*
AHORA EL MAR abandona a la playa
como alguna vez la playa abandonó al mar.

El faro insiste en guiarnos.
Camino en círculos en este paisaje vacío.

Trazo.
Cuatro paredes que fueron una playa, un mar,
un retrato de familia vislumbrando el amanecer.

El mar abandona a la playa,
como alguna vez la playa abandonó al mar.
*
EL PUNTO es un refugio.
(Ahí vive el aturdido escriba),

la coma es la ventana de la prosa,

(entra el aire tibio de agosto y seduce
tus piernas muslos suaves
como suaves en tu oído son las vocales)

El punto es casa aparte.

Comillas que son “candiles”
lámparas de tu lectura.

Decía el padre de las cosas que la escritura es propiedad.
Por eso escribo tu voz
para que me llames desde aquí,
en esta cacería del habla.


*
LOS MUROS los hacemos nosotros
Aquí construyo uno: MURO


Otro: AMOR.




*
GRITAMOS
Desgargantados nos ofendemos

El encuentro de la frase aquí
en la cara de este minuto que tiembla

Fuego que escupe fuego
como una llamarada que se enciende desde la médula de la brasa
las palabras arden en tu boca
(enjambres destinados a la muerte)
quemándote el aliento

En nuestro enojo
somos el resuello que azota los árboles
estruendo nada más de mirarnos en el aire turbio
pulmones agrios escupitajos

(hocico cerrado es belleza)
*
CARGAMOS a nuestros abuelos,
a los padres de sus padres,
y algún día seremos lastre de los hijos que no tendremos,
de los hijos que cabalgan
en la frágil senda de la esperanza.

El padre nace en los hijos,
asoma los ojos en sus ojos,
y humedece la garganta en el pozo eterno de la descendencia.

Así
los hijos matan al padre ya librados de la noche. Cadáver.
Y la tierra vuelve a su centro.





Familias: criaderos de alacranes.
Octavio Paz


























ENFERMEDAD DE TALKING


Puso incendio para el café,
quitó la tapa del cerillo
y se sacudió los perros de la cabeza.

La ventana de su librero
dejaba entrar la caja vieja de zapatos
que días antes había visto envuelta en el diciembre agrio y tostado del vaso.

Miró su rostro en el cajón:
sintió entonces la pintura correr por su latido,
ánimo del suelo el de su cuerpo recostado sobre la fina azotea comprada en Venecia.

Preguntó por ella:
respondió el toc (tic tac) toc de un pájaro que voló dentro de la licuadora.

-No sé más de mí-
contestaron las voces terribles de su gripe
que, a estas alturas de la fragancia, habían ya cocinado una pasta compuesta con letra de molde.

Dijo adiós,
pero un ligero, casi imperceptible bosque,
le abrazó de pronto, y ella, de sí,
volvió otra vez a lo real
y contempló la cuchara ciega
que buscaba, esta vez,
azúcar por encima dela mesa.






LA ÚLTIMA CENA


Con el rojo vino de la tarde brindamos
y comimos queso (el emental) entre risas y abrazos.
Un techo alto: grandes ventanas dejaban ver el cóncavo azul del mar/cielo.
Una vez que la cena estuvo lista, nos sentamos: reluciente vajilla (más de tres cubiertos siempre me han puesto nervioso, Señor). Éramos trece sin contar a la servidumbre. Vegetales al vapor, un aderezo a base de vinagre y pimiento estilo California, cordero al centro del plato (alquimia en la cocina, sacrificio y elogio para los comensales de ese día).
Yo miraba extensas planicies en tus ojos, parvada de luz alzando el vuelo, cuando, después del tintineo, ofreciste en voz ALTA tu casa como quien ofrece su muerte. Te imaginé subiendo la escala metálica por donde ascienden los que se marchan sin aviso.
Después, entrar en confianza, la garza del brazo derecho sosteniendo la copa.
Se fueron yendo, una por una, las horas,
(el Traidor era el tiempo).
Supe que no volvería a ti nunca más. Trinitaria soledad la mía: sin ti, sin mí, sin nosotros dos.
Llegué hasta el balcón y descubrí que el mar cantábrico para mí: un dos tres, me decían las olas, un dos tres, dijo Cristo, ¡SALVACIÓN! para todos mis amigos
y para mí también.





TARDANZA PUNTUAL


Yo soy el que a tu fiesta llega tarde
cuando algunos invitados se han ido
y otros ya comienzan a despedirse;

Yo, el que con sed y hambre,
llega hasta la cocina
y contempla este cerro
de tantos platos sucios.

El que de mesa en mesa
saluda a los parientes.

Soy yo, el que de política no habla,
el que no alcanza tortillas calientes,
y llega siempre (solo)
cinco minutos antes de la lluvia.




DATOS CURRICULARES

Jair Cortés. (Calpulalpan, Tlaxcala, 1977). Poeta, ensayista y traductor. Lic. en Literatura Hispanoamericana. Becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Tlaxcala. Fue parte de la primera generación de becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas. Becario del Fondo nacional para la Cultura y las Artes. Ha impartido cursos, talleres y conferencias sobre literatura, fomento a la lectura y procesos artísticos en diversas partes de México. Ha traducido poesía portuguesa. Es columnista de la revista electrónica de arte y literatura Cronópios (Brasil). Ha participado en congresos, festivales de literatura y encuentros de escritores a nivel nacional e internacional. Ha publicado poemas y ensayos en revistas y suplementos de circulación nacional e internacional como Tierra Adentro, La Voz de La Esfinge, Reverso, Oráculo, Finisterre, Biblioteca de México, VozOtra y Casa de las Américas, y en el suplemento cultural La Jornada Semanal. Aparece en las antologías Árbol de variada luz. Poesía mexicana actual (Universidad Autónoma de Colima, 2003), Un orbe más ancho: 40 poetas jóvenes (UNAM, 2005). También está incluido en las muestras Creación Joven (1979-1999) (CNCA y Secretaría de Cultura del Estado de Jalisco, 1999), Espiral de los latidos. Poesía Joven de la Zona Centro de México (Fondo Regional para la Cultura y las Artes Zona Centro, CONACULTA, 2002), Anuario de poesía mexicana (FCE, 2005) y Los mejores poemas mexicanos (Planeta, 2005). Es autor de los libros A la Luz de la sangre (Fondo Editorial Tierra Adentro, 1999), Dispersario (1995-1999) (ITC-Universidad Iberoamericana, 2001) Tormental (Secretaría de Cultura de Puebla, 2002) y Contramor (Lunarena, Puebla, 2003). Coordinó junto con el poeta Rogelio Guedea: A contraluz, reflexiones y poéticas de la poesía mexicana actual. (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2005). Con el libro Caza obtuvo el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta 2006.

Enrique Alvarado Padilla

Piedra de sacrificios[1]


Subí al templo mayor vestido como un gran tecuhtli. Vi al pueblo congregado, los teocalli, las chinampas y las calzadas; contemplé las nubes juntándose alrededor de los volcanes como las garzas sobre Tizatlán. Me despojaron del atuendo y me dieron un macuáhuitl sin obsidianas.

Se disputaron el derecho de pelear conmigo. Herí o maté a los más audaces; uno por uno caían sobre la piedra con los ojos desencajados y los cráneos rotos, sin importar cuán noble era su vestimenta. Cayeron tantos que tuvieron que venir en grupos de cuatro, pero su derrota no bastaba a Camaxtli. Me han dado un momento de respiro; deliberan.

Deben ser los dioses quienes me otorgan esta claridad. Muy pocas veces me detuve a pensar en los motivos y las consecuencias de mis actos; una vez,antes de entrar en batalla contra los huejotzincas, más recientemente, tras el saqueo a las ciudades tarascas. Pero nunca como hoy, atado a un poste bajo el sol ávido. Aun así, no me arrepiento de nada. He vivido como un guerrero desde mi primera noche en el Telpuchcalli, velando el fuego de los dioses, hasta hoy, mi postrer día aquí en Tenochtitlan. Mi linaje se conservará no sólo entre mis bravos otomíes y los arrojados tlaxcaltecas, sino también entre los mexicas. Sólo me resta cargar con estos huesos hasta el reino de Mictlantecuhtli.

Susurran y me observan. He rehúsado su clemencia. La quieta servidumbre sería deshonrosa, la activa marcha al frente de su ejército constituiría una traición a los señoríos irreductibles. Vienen pues, se acercan, ocho últimos combatientes. Bailo con ellos, mis hermanos enemigos, brincamos como las chispas en medio de los ocotes, jugamos como lo hacíamos Axayacatzin y yo en la arena de Tepectípac. Es poca la sangre que he ofrendado, pero mis ojos se llenan de sudor y el cansancio está cebándose en mi cuerpo.

He resistido firme hasta comprender el designio que se me brinda. Soy el jaguar, soy la serpiente, soy el águila. Me ocultaré entre las hojas del maguey y las espinas del nopal. Y cuando el cielo se desgrane en pálidas turquesas, regresaré con el viento del oeste.



[1] El presente relato pertenece al libro Mítica, merecedor del Premio Estatal de Cuento Beatriz Espejo 2004 (editado por ITC-CONACULTA, 2006).





La búsqueda de Eurídice en la oscuridad


“Pensar el pensamiento” resulta problemático desde la intención. La misma gramática que traduce la idea sugiere que enfrentamos un juego de palabras o de espejos. Cierto sentido práctico nos lleva incluso a cuestionar la pertinencia de la propuesta, habida cuenta que el intelecto funciona y evoluciona sin necesidad del análisis, y a veces pese a él. Franqueado el umbral, todavía se presentan interrogantes: ¿qué simas de nuestra mente descubre la elisión de las preposiciones? ¿Asumimos de inmediato un idealismo que supone crear el concepto al momento de buscarlo, o, por el contrario, la ruptura con la gramática usual proclama la intención de lograr ese imposible: aprehender la esencia del objeto pensado, siempre externa? La paradoja es de tal grado que, filosofía aparte, son esas simas el núcleo de la cuestión. El pensamiento tiene mucho de ser mítico y hay ciertas cosas, como el cuerno del unicornio, que no queda más remedio que aceptar. Nunca entenderemos cómo hace el catoblepas para devorarse a sí mismo, pero ahondar en los posibles significados es quizá lo trascendente.

George Steiner, ensayista, crítico y uno de los intelectuales más reconocidos de nuestra época, se abisma en ese estudio echando mano de su “lucidez contagiosa” a través de las páginas de Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento, libro editado en México por el FCE dentro de la colección Cenzontle, con traducción de María Cóndor. Quizá no hay nadie más indicado que él para emprender tal faena. Hijo de padres austriacos, conocedor y heredero de la cultura europea que, según sus propias palabras, hunde raíces en Atenas y Jerusalén, se trata de uno de los pocos estudiosos que podrían llamarse pensadores aunque el término se restringiera a las grandes mentes del renacimiento. Lo motiva, sin embargo, una razón más que sólo investigar la materia prima de su oficio. Haciéndose eco de Schelling, reconoce en el “centro inviolado” de la razón humana un velo de pesadumbre, una indestructible melancolía: la oscura conciencia de saber que el pensamiento humano, capaz de hallar minúsculos planetas entre galaxias lejanísimas, reunir en el edén de la metáfora a Dante con Virgilio y construir el humilde andamiaje desde el que la música remonta el vuelo, es, a fin de cuentas, limitado, perecedero, tautológico, y sólo acierta a vadear el río turbulento de las preguntas fundamentales.

El problema ciertamente es espinoso, pero la pluma de Steiner pareciera desbrozarlo sirviéndose de una estructura simple y un estilo sobrio que no condesciende pero tampoco ignora al lector. Así en el primer capítulo:

La infinitud del pensamiento es un marcador fundamental, tal vez el marcador fundamental de la eminencia humana, de la dignitas de hombres y mujeres, como Pascal manifestó en palabras memorables (“cañas pensantes”). [Pero] está sometida a una contradicción interna para la que no puede haber ninguna solución. Nunca sabremos hasta dónde llega el pensamiento en relación con el conjunto de la realidad. No sabemos si lo que parece indefinido no es, en realidad, ridículamente estrecho e irrelevante. ¿Quién puede decirnos si buena parte de nuestra racionalidad, de nuestro análisis y de nuestra organizada percepción no se compone de ficciones pueriles?

Un procedimiento similar, el planteamiento de un hecho o una tesis para acto seguido exponer su exégesis o antítesis, se reproducirá a lo largo de los diez capítulos que conforman el libro (uno por cada razón de la tristitia). La coherencia de la obra, no obstante, no descansa en la elaboración de una teoría general o en el riguroso desenvolvimiento de una secuencia. Acaso la mayor virtud del libro es la apertura de posibilidades que sugiere (característica aprendida, en este caso, de la hidra). Al discutir, en el capítulo seis, la antinomia fundamental entre la expectativa de la idea y la imperfección del acto, Steiner escribe: “Hasta en la más estricta de sus formas, la música contiene sólo de manera parcial el conjunto de sentimientos, ideas y relaciones abstractas que es privativo del compositor”. El argumento parece inequívoco, y aun incuestionable. Un símil aparece líneas abajo, sin embargo, para aproximar, acercar la idea: “Eurídice nos atrae retrocediendo hasta sumirse en la oscuridad.” Con lo que vuelve a abrirse la puerta a la peripecia, aun a la esperanza.

La sugerencia de un pensamiento cuya esencia se nos escapa es por cierto una cuestión central, recurrente a lo largo de la obra, y estrechamente relacionada con el papel que desempeña la palabra como vehículo de la razón. “El lenguaje es el jinete del pensamiento y no su caballo”, escribía José Martí. Poco más de un siglo después, Steiner reflexiona que el idioma mismo influye en la evolución del pensamiento. Atribuye a las gramáticas francesa y alemana el germen de un cierto idealismo (Das Leben denken, penser le destin: pensar la vida, el destino), mientras halla que el uso inglés configura un empirismo “robusto y fundamental”. De ahí, concluye, la existencia de algunas intraducibilidades elementales.

La meticulosidad del análisis se debe en buena parte a los vasos comunicantes que Steiner establece entre los puestos de avanzada de la razón humana. Contra el énfasis hueco que se hace hoy en día en la necesidad de estar informado, y lejos, a la vez, de la casi envidiosa especialización del conocimiento, puntos neurálgicos se atacan desde diversos frentes. Se recurre a la astronomía, a lo escrito por los místicos, a la intuición poética:

“La cosmología actual ofrece una analogía con esta convicción de Schelling. Es la del “ruido de fondo”, la de las inaprensibles pero inexorables longitudes de onda cósmica que son las huellas del Big Bang(...) La vida del intelecto significa una experiencia de esta melancolía y la capacidad vital de sobreponerse a ella. Hemos sido creados, por así decirlo, “entristecidos”. En esta idea está, casi indudablemente, el “ruido de fondo” de lo bíblico (...) la expulsión de la especie humana de una felicidad inocente (...) San Juan de la Cruz describe la suspensión del pensamiento como rebosante de la presencia de Dios.”

Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento viene a ser, por tanto, la concreción de ese “realismo mágico” que Pauwels y Bergier proponían y ensayaban en El retorno de los brujos; la reconciliación, por la exploración, de arte, ciencia y misticismo. De ello dimana una belleza que envuelve las páginas del libro en una atmósfera de adagio. Pero la razón última, como corresponde a todo uroboros, reside en el mismo principiat: la melancolía desnuda de respuestas, que arroja a “pensar el pensamiento”, nos vuelve también al ejercicio más cabal del mismo. Inmersos en la empresa, leer a Steiner es hallar un Virgilio en la búsqueda de Eurídice.