martes, 7 de julio de 2009

Enrique Alvarado Padilla

Piedra de sacrificios[1]


Subí al templo mayor vestido como un gran tecuhtli. Vi al pueblo congregado, los teocalli, las chinampas y las calzadas; contemplé las nubes juntándose alrededor de los volcanes como las garzas sobre Tizatlán. Me despojaron del atuendo y me dieron un macuáhuitl sin obsidianas.

Se disputaron el derecho de pelear conmigo. Herí o maté a los más audaces; uno por uno caían sobre la piedra con los ojos desencajados y los cráneos rotos, sin importar cuán noble era su vestimenta. Cayeron tantos que tuvieron que venir en grupos de cuatro, pero su derrota no bastaba a Camaxtli. Me han dado un momento de respiro; deliberan.

Deben ser los dioses quienes me otorgan esta claridad. Muy pocas veces me detuve a pensar en los motivos y las consecuencias de mis actos; una vez,antes de entrar en batalla contra los huejotzincas, más recientemente, tras el saqueo a las ciudades tarascas. Pero nunca como hoy, atado a un poste bajo el sol ávido. Aun así, no me arrepiento de nada. He vivido como un guerrero desde mi primera noche en el Telpuchcalli, velando el fuego de los dioses, hasta hoy, mi postrer día aquí en Tenochtitlan. Mi linaje se conservará no sólo entre mis bravos otomíes y los arrojados tlaxcaltecas, sino también entre los mexicas. Sólo me resta cargar con estos huesos hasta el reino de Mictlantecuhtli.

Susurran y me observan. He rehúsado su clemencia. La quieta servidumbre sería deshonrosa, la activa marcha al frente de su ejército constituiría una traición a los señoríos irreductibles. Vienen pues, se acercan, ocho últimos combatientes. Bailo con ellos, mis hermanos enemigos, brincamos como las chispas en medio de los ocotes, jugamos como lo hacíamos Axayacatzin y yo en la arena de Tepectípac. Es poca la sangre que he ofrendado, pero mis ojos se llenan de sudor y el cansancio está cebándose en mi cuerpo.

He resistido firme hasta comprender el designio que se me brinda. Soy el jaguar, soy la serpiente, soy el águila. Me ocultaré entre las hojas del maguey y las espinas del nopal. Y cuando el cielo se desgrane en pálidas turquesas, regresaré con el viento del oeste.



[1] El presente relato pertenece al libro Mítica, merecedor del Premio Estatal de Cuento Beatriz Espejo 2004 (editado por ITC-CONACULTA, 2006).





La búsqueda de Eurídice en la oscuridad


“Pensar el pensamiento” resulta problemático desde la intención. La misma gramática que traduce la idea sugiere que enfrentamos un juego de palabras o de espejos. Cierto sentido práctico nos lleva incluso a cuestionar la pertinencia de la propuesta, habida cuenta que el intelecto funciona y evoluciona sin necesidad del análisis, y a veces pese a él. Franqueado el umbral, todavía se presentan interrogantes: ¿qué simas de nuestra mente descubre la elisión de las preposiciones? ¿Asumimos de inmediato un idealismo que supone crear el concepto al momento de buscarlo, o, por el contrario, la ruptura con la gramática usual proclama la intención de lograr ese imposible: aprehender la esencia del objeto pensado, siempre externa? La paradoja es de tal grado que, filosofía aparte, son esas simas el núcleo de la cuestión. El pensamiento tiene mucho de ser mítico y hay ciertas cosas, como el cuerno del unicornio, que no queda más remedio que aceptar. Nunca entenderemos cómo hace el catoblepas para devorarse a sí mismo, pero ahondar en los posibles significados es quizá lo trascendente.

George Steiner, ensayista, crítico y uno de los intelectuales más reconocidos de nuestra época, se abisma en ese estudio echando mano de su “lucidez contagiosa” a través de las páginas de Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento, libro editado en México por el FCE dentro de la colección Cenzontle, con traducción de María Cóndor. Quizá no hay nadie más indicado que él para emprender tal faena. Hijo de padres austriacos, conocedor y heredero de la cultura europea que, según sus propias palabras, hunde raíces en Atenas y Jerusalén, se trata de uno de los pocos estudiosos que podrían llamarse pensadores aunque el término se restringiera a las grandes mentes del renacimiento. Lo motiva, sin embargo, una razón más que sólo investigar la materia prima de su oficio. Haciéndose eco de Schelling, reconoce en el “centro inviolado” de la razón humana un velo de pesadumbre, una indestructible melancolía: la oscura conciencia de saber que el pensamiento humano, capaz de hallar minúsculos planetas entre galaxias lejanísimas, reunir en el edén de la metáfora a Dante con Virgilio y construir el humilde andamiaje desde el que la música remonta el vuelo, es, a fin de cuentas, limitado, perecedero, tautológico, y sólo acierta a vadear el río turbulento de las preguntas fundamentales.

El problema ciertamente es espinoso, pero la pluma de Steiner pareciera desbrozarlo sirviéndose de una estructura simple y un estilo sobrio que no condesciende pero tampoco ignora al lector. Así en el primer capítulo:

La infinitud del pensamiento es un marcador fundamental, tal vez el marcador fundamental de la eminencia humana, de la dignitas de hombres y mujeres, como Pascal manifestó en palabras memorables (“cañas pensantes”). [Pero] está sometida a una contradicción interna para la que no puede haber ninguna solución. Nunca sabremos hasta dónde llega el pensamiento en relación con el conjunto de la realidad. No sabemos si lo que parece indefinido no es, en realidad, ridículamente estrecho e irrelevante. ¿Quién puede decirnos si buena parte de nuestra racionalidad, de nuestro análisis y de nuestra organizada percepción no se compone de ficciones pueriles?

Un procedimiento similar, el planteamiento de un hecho o una tesis para acto seguido exponer su exégesis o antítesis, se reproducirá a lo largo de los diez capítulos que conforman el libro (uno por cada razón de la tristitia). La coherencia de la obra, no obstante, no descansa en la elaboración de una teoría general o en el riguroso desenvolvimiento de una secuencia. Acaso la mayor virtud del libro es la apertura de posibilidades que sugiere (característica aprendida, en este caso, de la hidra). Al discutir, en el capítulo seis, la antinomia fundamental entre la expectativa de la idea y la imperfección del acto, Steiner escribe: “Hasta en la más estricta de sus formas, la música contiene sólo de manera parcial el conjunto de sentimientos, ideas y relaciones abstractas que es privativo del compositor”. El argumento parece inequívoco, y aun incuestionable. Un símil aparece líneas abajo, sin embargo, para aproximar, acercar la idea: “Eurídice nos atrae retrocediendo hasta sumirse en la oscuridad.” Con lo que vuelve a abrirse la puerta a la peripecia, aun a la esperanza.

La sugerencia de un pensamiento cuya esencia se nos escapa es por cierto una cuestión central, recurrente a lo largo de la obra, y estrechamente relacionada con el papel que desempeña la palabra como vehículo de la razón. “El lenguaje es el jinete del pensamiento y no su caballo”, escribía José Martí. Poco más de un siglo después, Steiner reflexiona que el idioma mismo influye en la evolución del pensamiento. Atribuye a las gramáticas francesa y alemana el germen de un cierto idealismo (Das Leben denken, penser le destin: pensar la vida, el destino), mientras halla que el uso inglés configura un empirismo “robusto y fundamental”. De ahí, concluye, la existencia de algunas intraducibilidades elementales.

La meticulosidad del análisis se debe en buena parte a los vasos comunicantes que Steiner establece entre los puestos de avanzada de la razón humana. Contra el énfasis hueco que se hace hoy en día en la necesidad de estar informado, y lejos, a la vez, de la casi envidiosa especialización del conocimiento, puntos neurálgicos se atacan desde diversos frentes. Se recurre a la astronomía, a lo escrito por los místicos, a la intuición poética:

“La cosmología actual ofrece una analogía con esta convicción de Schelling. Es la del “ruido de fondo”, la de las inaprensibles pero inexorables longitudes de onda cósmica que son las huellas del Big Bang(...) La vida del intelecto significa una experiencia de esta melancolía y la capacidad vital de sobreponerse a ella. Hemos sido creados, por así decirlo, “entristecidos”. En esta idea está, casi indudablemente, el “ruido de fondo” de lo bíblico (...) la expulsión de la especie humana de una felicidad inocente (...) San Juan de la Cruz describe la suspensión del pensamiento como rebosante de la presencia de Dios.”

Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento viene a ser, por tanto, la concreción de ese “realismo mágico” que Pauwels y Bergier proponían y ensayaban en El retorno de los brujos; la reconciliación, por la exploración, de arte, ciencia y misticismo. De ello dimana una belleza que envuelve las páginas del libro en una atmósfera de adagio. Pero la razón última, como corresponde a todo uroboros, reside en el mismo principiat: la melancolía desnuda de respuestas, que arroja a “pensar el pensamiento”, nos vuelve también al ejercicio más cabal del mismo. Inmersos en la empresa, leer a Steiner es hallar un Virgilio en la búsqueda de Eurídice.

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